La episteme en la que se funda la racionalidad moderna, tal como afirman Copes y Canteros (2015), tiene como base el papel instrumental de la lengua y su función referencial: la lengua es una herramienta de comunicación con función representativa, capaz de decir el mundo de manera objetiva.
La confianza en su capacidad para denotar un orden empírico ha dado lugar a una idea tan fuertemente arraigada en la cultura occidental como es la de mímesis o reflejo, presupuesto epistémico sobre el que se fundaran las prácticas de las diferentes disciplinas para producir un saber pretendidamente verdadero y, por ende, objetivo y universal, acerca de lo real. (Copes y Canteros, 2015:3)
El Aleph, tal como hemos adelantado, dialoga con la tradición literaria argentina en términos disruptivos, en tanto impugna los supuestos modernos que regularon las condiciones de producción y recepción de estos textos. En primer lugar, lo real – cuyo símbolo máximo es El Aleph –, lejos de ser ordenado y estable, aprehensible en el ver y comunicable por la lengua, se presenta como heterogéneo, simultáneo e infinito. En segundo lugar, la lengua humana, dada su ontología lineal y sucesiva, es incapaz de decir lo real. La sintaxis, al realizar unas opciones, excluye otras que habilita el paradigma y la elección por una u otra posibilidad comporta efectos de sentido. Esta tensión entre la forma de la lengua y la simultánea heterogeneidad de lo real se pone de relieve desestabilizando la confianza moderna en la linealidad del signo y su referente. En “El Aleph”, cuento que cierra la colección, luego de haber visto “el todo”, el narrador declara: “Lo que vieron mis ojos fue simultáneo: lo que transcribiré, sucesivo, porque el lenguaje lo es.” (Borges, 2011:342).
La impugnación de estas representaciones se acciona en El Aleph a partir de la actualización de las mismas para así desarticularlas dejando al descubierto el carácter constructivo del discurso. Los textos operan un movimiento doble: se apela a las representaciones modernas instaladas en la memoria colectiva – y que por lo tanto han regido los modos de interpretación de los textos – acerca del mundo como un “afuera del lenguaje” ordenado y objetivable, del tiempo lineal y de la legitimidad del testimonio que otorga la confianza en que “ver” equivale a “saber”. Paralelamente, se ponen en tensión estos supuestos a partir de procedimientos que dejan al descubierto el carácter subjetivo de todo discurso.
“El inmortal”, cuento que abre El Aleph, presenta el problema de la definición de la identidad. En la estética realista, forma privilegiada en la literatura del siglo XIX ya que, en sintonía con el pensamiento moderno acerca del mundo y del lenguaje, se proponía dar una “representación verdadera del mundo real” (Espósito, 2008:38), cobró central importancia la construcción de personajes que adquieren consistencia psicológica al ser configurados como “persona”, “un ‘ser’ que encarna una esencia psicológica” (Copes y Canteros, 2015:6). Para lograr el efecto verosimilizante que vuelva individuo al personaje, debe haber una consistencia en los predicados que se les adjudican a los personajes[1]; más aún, si la narración se presenta en primera persona del singular es esperable que la nómina del sujeto de enunciación sea identificable con la del enunciado, tal como ocurre en los discursos de las distintas esferas de la comunicación social, a fin de dotar al personaje de una consistencia psicológica. En “El inmortal” este proceso identificatorio se ve obstruido: no es posible determinar claramente los predicados adjudicables a Joseph Cartaphilus, Marco Flaminio Rufo, el troglodita Argos, Homero y los demás personajes que pueblan las páginas del relato.
Las primeras páginas del cuento borgeano no presentan más complicaciones: una primera persona del plural refiere el hallazgo de un manuscrito en una edición de la Ilíada de Pope que se expone a continuación. Punto y aparte, tenemos un “yo” que coincide con la nómina del militar romano Marco Flaminio Rufo, que declara haber estado en ciertos lugares y visto ciertas cosas, por tanto “recuerda” y narra su experiencia: “Que yo recuerde, mis trabajos empezaron en un jardín de Tebas Hekatómpylos, cuando Diocleciano era emperador” (Borges, 2011:178, las cursivas son nuestras). Páginas más adelante este “yo” declara percibir algo “falso” en el relato, alegando que el problema se encuentra en la estructura textual: el abuso de rasgos circunstanciales.
… He revisado, al cabo de un año, estas páginas. Me consta que se ajustan a la verdad, pero en los primeros capítulos, y aun en ciertos párrafos de los otros, creo percibir algo falso. Ello es obra, tal vez, del abuso de rasgos circunstanciales, procedimiento que aprendí en los poetas y que todo lo contamina de falsedad, ya que esos rasgos pueden abundar en los hechos, pero no en su memoria. .. Creo, sin embargo, haber descubierto una razón más íntima. La escribiré; no importa que me juzguen fantástico. (194)
A continuación, la nómina del sujeto de enunciación/enunciado se alterna sin delimitaciones precisas: el anticuario Joseph Cartaphilus, una primera persona del plural/ el militar romano Marco Flaminio Rufo/ Homero:
La historia que he narrado parece irreal porque en ella se mezclan los sucesos de dos hombres distintos. En el primer capítulo, el jinete quiere saber el nombre del río que baña las murallas de Tebas; Flaminio Rufo, que antes ha dado a la ciudad el epíteto de Hekatómpylos, dice que el río es el Egipto; ninguna de esas locuciones es adecuada a él, sino a Homero, que hace mención expresa, en la Ilíada, de Tebas Hekatómpylos, y en la Odisea, por boca de Proteo y de Ulises, dice invariablemente Egipto por Nilo. En el capítulo segundo, el romano, al beber el agua inmortal, pronuncia unas palabras en griego; esas palabras son homéricas y pueden buscarse en el fin del famoso catálogo de las naves. Después, en el vertiginoso palacio, habla de “una reprobación que era casi un remordimiento”; esas palabras corresponden a Homero, que había proyectado ese horror. Tales anomalías me inquietaron; otras, de orden estético, me permitieron descubrir la verdad. El último capítulo las incluye; ahí está escrito que milité en el puente de Stamford, que transcribí, en Bulaq, los viajes de Simbad el Marino y que me suscribí, en Aberdeen, a la Ilíada inglesa de Pope. Se lee, inter alia: “En Bikanir he profesado la astrología y también en Bohemia.” Ninguno de esos testimonios es falso; lo significativo es el hecho de haberlos destacado. El primero de todos parece convenir a un hombre de guerra, pero luego se advierte que el narrador no repara en lo bélico y sí en la suerte de los hombres. Los que siguen son más curiosos. Una oscura razón elemental me obligó a registrarlos; lo hice porque sabía que eran patéticos. No lo son, dichos por el romano Flaminio Rufo. Lo son, dichos por Homero; es raro que éste copie, en el siglo trece, las aventuras de Simbad, de otro Ulises, y descubra, a la vuelta de muchos siglos, en un reino boreal y un idioma bárbaro, las formas de su Ilíada. En cuanto a la oración que recoge el nombre de Bikanir, se ve que la ha fabricado un hombre de letras, ganoso (como el autor del catálogo de las naves) de mostrar vocablos espléndidos. (Borges, 2011:194, el subrayado y la negrita son nuestros)
La identificación entre sujeto de enunciación y sujeto de enunciado a partir de la nómina se pierde y ya no hay consistencia en los predicados atribuibles a los personajes. Lo único que se mantiene sin “falsedad” son los hechos, las locuciones, que ahora son predicados sin sujeto. Los personajes pierden su configuración como esencia psicológica y se coloca en primer plano el proceso de escritura.
En la “Posdata de 1950” se ponen en escena las interpretaciones del discurso en términos de reflejo del mundo, que denuncian la falta de exactitud entre el relato y el referente.
[…] y, finalmente, de “la narración atribuida al anticuario Joseph Cartaphilus”. Denuncia, en el primer capítulo, breves interpolaciones de Plinio (Historia naturalis, V, 8); en el segundo, de Thomas de Quincey (Writings, III, 439); en el tercero, de una epístola de Descartes al embajador Pierre Chanut; en el cuarto, de Bernard Shaw (Back to Methuselah, V). Infiere de esas intrusiones, o hurtos, que todo el documento es apócrifo.
Dicha interpretación se deslegitima, señalando el carácter constructivo del discurso. En la “autocita”, la referencialidad del texto vuelve sobre sí misma:
A mi entender, la conclusión es inadmisible. Cuando se acerca el fin, escribió Cartaphilus, “ya no quedan imágenes del recuerdo; sólo quedan palabras”. Palabras, palabras desplazadas y mutiladas, palabras de otros, fue la pobre limosna que le dejaron las horas y los siglos. (196)
En “La otra muerte” el procedimiento de ficcionalización del proceso de escritura es constitutivo de todo el cuento. El relato juega con la mutabilidad de la anécdota: la historia de Pedro Damián va cambiando en cada uno de los testimonios. Inicialmente, el narrador refiere que Pedro Damián fue un entrerriano que peleó en la batalla de Masoller a los diecinueve años y retornó al campo en 1905. De acuerdo con Gannon Pedro Damián habría muerto luego de una congestión pulmonar, reviviendo, en su delirio, la batalla. En el primer testimonio del coronel Dionisio Tabares refiere que Pedro Damián fue un cobarde en la batalla. Líneas adelante, el doctor Juan Francisco Amaro recuerda un entrerriano esquilador llamado Pedro Damián que había militado con él en Masoller y murió como un héroe: “Pedro Damián murió como querría morir cualquier hombre. […] Damián iba en la punta, gritando, y una bala lo acertó en pleno pecho. [… ] Tan valiente y no había cumplido veinte años” (240). En la segunda versión del coronel Tabares ya no hay ningún Damián: “Yo comandé esas tropas, y juraría que es la primera vez que oigo hablar de un Damián” (241). Pedro Damián también desaparece del recuerdo de Gannon: “Le recordé que me había prometido esa versión en la misma carta en la que me escribió la muerte de Damián. Preguntó quién era Damián” (241).
La mutabilidad de la anécdota opera desdibujando la referencia ¿Hubo realmente un Damián? ¿Se trataba del mismo Damián? La dificultad de construir el relato sobre los testimonios de los testigos radica en la subjetividad de toda afirmación, en que esas aseveraciones (fue un cobarde en la batalla /murió como un héroe) no son una transcripción directa de la realidad sino las versiones ofrecidas por individuos, y por lo tanto, contingentes. No hay un único acercamiento a la realidad, ni por lo tanto un único sentido, sino una producción permanente de sentido que el narrador se encargará de multiplicar a través de sus conjeturas. Hacia el final del cuento, el narrador que buscaba escribir la historia de Pedro Damián propone, desde la literatura, un nuevo orden de los acontecimientos que conjuga todas las historias:
La adivino así. Damián se portó como un cobarde en el campo Masoller, y dedicó la vida a corregir esa bochornosa flaqueza. Volvió a Entre Ríos […]. Pensó con lo más hondo: Si el destino me trae otra batalla yo sabré merecerla. Durante cuarenta años la aguardó con oscura esperanza, y el destino al fin se la trajo, en la hora de su muerte. La trajo en forma de delirio pero ya los griegos sabían que somos las sombras de un sueño. En la agonía revivió su batalla, y se condujo como un hombre y encabezó la carga final y una bala lo acertó en pleno pecho. Así, en 1946, por obra de una larga pasión, Pedro Damián murió en la derrota de Masoller, que ocurrió entre el invierno y la primavera de 1904. (244)
Una vez puesta en duda la relación unívoca entre el lenguaje y la realidad, la referencialidad del relato, tal como en “El inmortal”, vuelve sobre sí misma: “Hacia 1951 creeré haber fabricado un cuento fantástico y habré historiado un hecho real; también el inocente Virgilio, hará dos mil años, creyó anunciar el nacimiento de un hombre y vaticinaba el de Dios” (245).
En “Los teólogos” se tematizan los procedimientos de construcción del discurso en términos de selección léxica y combinación sintáctica. El cuento presenta la historia de Aureliano y Juan de Panonia, dos teólogos que combaten herejías y son rivales entre sí. Cuando surge la doctrina de los anulares, que sostenía el carácter cíclico del tiempo, la eterna repetición de los hechos y las cosas, ambos teólogos emprenden su refutación. El éxito de Juan de Panonia profundiza los celos de Aureliano. Años después, surgen los histriones, un nuevo culto hereje. Aureliano escribe su tesis para desmantelar la doctrina de los histriones pero no da con la forma necesaria. Cuando encuentra las palabras adecuadas percibe que son ajenas: las había leído en el texto de Juan de Panonia contra los anulares. Aureliano decide incorporar la frase como cita en su texto: “Aureliano conservó las palabras, pero les antepuso este aviso: “Lo que ladran ahora los heresiarcas para confusión de la fe, lo dijo en este siglo un varón doctísimo, con más ligereza que culpa” (212)”. Las palabras de Juan de Panonia aplicadas a otro contexto se vuelven heréticas. Un mismo discurso, una misma voz, tiene significados totalmente opuestos. En un primer caso, representa el paradigma de la ortodoxia, en el otro caso, merece el anatema y la hoguera. El discurso teológico que procura comunicar la verdad, aparece en este postulando realidades.
El cuento “Emma Zunz” plantea el problema de la definición de verdad, ¿cuál es la relación posible entre el lenguaje y el referente empírico? Tanto en el nivel de la anécdota como en la construcción del relato se desarticula el supuesto moderno de la relación directa entre el signo y el referente.
La protagonista del cuento trama un plan para vengar la muerte de su padre, quien, exiliado en Brasil por haber sido acusado injustamente de un robo, ingiere por error una fuerte dosis de veronal. El culpable de esa muerte es, para Emma, Aron Lowental, el verdadero ladrón, tal como se lo habría confesado su padre. La protagonista trama un plan perfecto para vengar esa muerte. Una vez que asesina a Lowental, todo el mundo cree su historia: “Ha ocurrido una cosa increíble… El señor Lowental me hizo venir con el pretexto de la huelga… Abusó de mí, lo maté…” Emma selecciona ciertos eventos como la huelga, su llegada a la oficina de Lowental, la pérdida de su virginidad y el asesinato de Lowental y les impone una trama. Crea una narrativa coherente que conecta los eventos de manera causal. Como resultado, su narrativa da cuenta tanto de su presencia en la casa de Lowental como de su muerte y todo el mundo la cree, porque en efecto contiene partes de verdad: “La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta. Verdadero era el tono de Emma, verdadero el pudor, verdadero el odio; solo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios” (232). Para Emma el sentido de su historia era real: por más que ella haya decidido ir al puerto por voluntad propia, su sensación es de violación, y por más que Lowental no haya sido quien la violó, para Emma él era el culpable de esa violación, ya que desencadenó los hechos que la llevaron a dicha resolución. Para Emma sus actos no fueron de venganza, sino de justicia: “No por temor, sino por ser un instrumento de la Justicia, ella no quería ser castigada” (231).
A nivel narrativo, tal como hemos anticipado, también se pone en tensión la capacidad del lenguaje de comunicar una verdad absoluta acerca de la realidad. Los primeros párrafos presentan características de corte realista: inscribe el relato en un espacio y tiempo, se presentan de manera minuciosa y consecutiva la sucesión de eventos que transcurren desde la recepción de la carta hasta el día en el que Emma llevaría a cabo su plan. No obstante, en los párrafos que narran la coartada de Emma, el relato se vuelve vacilante y aparecen marcas de conciencia del acto de enunciación: “Referir con alguna realidad los hechos de aquella tarde sería difícil y quizá improcedente” (228). La voz narradora se pluraliza “Emma vivía por Almagro […] nos consta que esa tarde fue al puerto” y líneas más adelante se vuelve singular “¿En aquel tiempo fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones inconexas y atroces, pensó Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba el sacrificio? Yo tengo para mí que pensó una vez y en ese momento peligró su desesperado propósito.” (229). El narrador remite la dificultad que supone comunicar la verdad en el lenguaje, “¿cómo hacer verosímil una acción en la que casi no creyó quien la ejecutaba, cómo recuperar ese breve caos que hoy la memoria de Emma Zunz repudia y confunde?” (229), hecho que contrasta con la minuciosa descripción de escenas y de la sucesión de eventos. Este contraste opera desarticulando la historia narrada en los primeros párrafos: ¿Había ingerido “por error” el padre de Emma la sustancia que lo mató? ¿Era realmente Lowental el ladrón? ¿Era la muerte de su padre lo que quería vengar Emma? El cuento, que paradójicamente realiza una descripción detallada y causativa de los eventos, habilita múltiples interpretaciones que han sido objeto de la crítica. ¿Cuál es la verdad de la historia de Emma? ¿La factual? ¿La psicológica? Solo es posible conjeturar sobre los hechos, dado que el lenguaje solo postula la verdad.
“La casa de Asterión” actualiza el mito clásico del minotauro de Creta. Sin embargo, este adquiere un sentido totalmente nuevo al ser narrado desde una perspectiva distinta. Los elementos de la narración son los mismos: el minotauro, el laberinto, los nueve hombres que entraban cada nueve años, Teseo; no obstante, los nombres con que se los designa cambian el sentido tradicional del mito. Asterión no es un prisionero, sino un habitante de su casa que permanece allí por voluntad propia (en efecto, no hay cerradura en las puertas). Los hombres que entraban cada nueve años no lo hacen para servir de alimento del minotauro, sino para ser “librados de todo mal”. El minotauro espera la llegada de su redentor, Teseo, que finalmente viene a acabar con su soledad. De este modo, el cuento problematiza la relación entre el signo y el referente evidencializando los efectos de sentido que comporta la selección léxica y la combinación sintáctica.
Como hemos visto a lo largo del trabajo, los cuentos de El Aleph seleccionados para nuestro corpus actúan procedimientos que desarticulan las lógicas de la racionalidad moderna, sobre las que se asentaron los textos fundacionales para la literatura argentina. La ficcionalización del proceso de escritura y la tematización de procedimientos de construcción del discurso en términos de selección léxica y combinación sintáctica ponen en evidencia la incapacidad del lenguaje de ser un instrumento para comunicar la verdad absoluta sobre la realidad. Por el contrario, la referencialidad de los textos vuelve siempre sobre sí misma: detrás de las palabras no hay un mundo con un tiempo y un espacio ordenado y objetivable, las palabras sólo conducen a más palabras.
Referencias
Borges, J.L. (2011). El Aleph. En Borges Obras Completas, Vol V. Buenos Aires: Sudamericana.
Copes, A. y Canteros, G. (2015). Operatividad de las categorías analíticas para el relato: validación y desmantelamiento en la narrativa actual. Paper presentado en el IV Congreso Internacional Cuestiones Críticas, Universidad Nacional de Rosario, 30 de septiembre de 2015.
Espósito, F. (2008). Realismos. En Amícola J.; de Diego, J. L. (Dirs.) La teoría literaria hoy. Conceptos, enfoques, debates. Buenos Aires: Ediciones Al Margen.
Ludmer, J. (1985). Cien años de soledad: una interpretación. Bibliotecas Universitarias: Centro Editor de América Latina.
Verón, E. (1993). La semiosis social. Barcelona: Gedisa.
[1] En Cien años de Soledad, una interpretación, Ludmer propone una definición de personaje como un sujeto lingüístico donde convergen enunciados diversos: “cada personaje es un conjunto lingüístico que soporta una serie de predicados” (Ludmer, 1985:43).
Mi nombre es Anabella, soy de Argentina y soy profesora de español y examinadora del DELE.
Tengo un grado en lingüística y literatura de la lengua española (Letras). Actualmente, además de dar clases de español, continúo mi carrera como lingüista haciendo investigación en gramática del español y variación lingüística en la Universidade Estadual de Campinas (Brasil).
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